Los miembros restantes del
linaje de los Aestir son una visión lamentable. Poceros, cabreros, curtidores,
porteadores… Toda clase de oficios viles y degradantes, es lo que ves, mientras
acompañas a Ullli en la lastimosa tarea de visitarlos uno a uno. Aquí uno de
ellos se niega a abandonar su nueva vida, otro tiene demasiado temor a los
grobi como para arriesgar el cuello, pero repitiendo tu inspirado discurso
logras despertar el fuego en el corazón de algunos de ellos. Al cabo, una
decena de enanos, armados con hachas, mazas y picos, se concentran dispuestos a
seguirte y revivir la gloria de tu clan.
A la vuelta a Borgburg,
abrazos, palmadas en la espalda y apretones de manos a medida que se reanudan
antiguas amistades. No puedes evitar que se te escape alguna lágrima disimulada
cuando tu padre y tu tío se saludan tras décadas de separación, y, tras un
instante de vacilación, se funden en un abrazo. Ese día es de celebración, la
noche de banquete, y a la mañana siguiente la hueste de los Aestir parte a la
guerra.
Harok toca su cuerno, Snorri
el Joven golpea un tambor parcheado, y, en tus manos, sosteniéndolo con
orgullo, un desvencijado estandarte: la bandera de guerra de los Aestir, que
Ulli ha guardado durante años.
Los grobi os hacen frente en
los prados frente a Borgburg. Apenas os superan en número: son una veintena
contra vuestros dieciocho, dispuestos en una línea de batalla poco organizada y
espoleados por un viejo chamán que agita una carraca, mientras un joven y
robusto grobi lo lleva a hombros por la línea de guerreros. Una lluvia de
flechas os saluda a cincuenta metros, sin causar bajas, pero, en cuanto
avanzáis, los grobi huyen en pánico hacia el bosque. Empieza a lloviznar.
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